Javier Maderuelo
Tal vez por una deformación heredada del sentimentalismo romántico se encuentra hoy muy extendida la idea de identificar paisaje con naturaleza, sin embargo, es necesario empezar por aclarar que paisaje no es sinónimo de naturaleza, que se trata de un concepto cultural. Disfrutamos con la estancia en determinados lugares y con la contemplación de sus vistas porque hemos adquirido la capacidad de interpretarlos como paisajes, distinguiendo y valorando ciertas características de coherencia interna que tienen relación con las formas del territorio, la variedad de la vegetación, la presencia de agua o los matices que ofrece la luz en determinado momento del día o estación del año. Cuando miramos el campo con ojos estéticos y contemplamos escenarios que provocan emociones estamos ante un paisaje, es decir, las cualidades paisajísticas de un territorio dependen de las emociones que sean capaces de despertar en el sujeto que las contempla. El paisaje no es, por tanto, un hecho objetivo.
Cuando en cualquier lugar de Europa salimos al campo, ante nuestros ojos se ofrecen unos panoramas que nada tienen que ver con lo generado de forma espontánea por la naturaleza. Todo lo que vemos ha sido antropizado, ha sido transformado por el hombre, en mayor o menor medida, o ha sufrido las consecuencias de esas acciones. Lo que nos sobrecoge de los páramos castellanos, de las dehesas extremeñas, de las suaves laderas olivareras andaluzas o del bosque mediterráneo es precisamente lo que cada uno de esos lugares tiene de antrópico, de construido trabajosamente por decenas de generaciones de esforzados campesinos.
Todas las acciones que agricultores, ganaderos y mineros, unidas a las de constructores anónimos, que han erigido hermosos pueblos, e ingenieros que han trazado caminos, abierto pasos, levantado diques o construido puertos, configuran ese paisaje que tanto placer estético produce.
El territorio es, como explica Alain Roger, el grado cero del paisaje. El territorio, con sus fenómenos geológicos, sus particularidades climáticas y sus posibilidades bióticas constituye la materia prima con la que se va a amasar el paisaje. Con buena harina podemos hacer un pan deformado y mal cocido mientras que con mala harina y buenas mañas podríamos conseguir uno que no sea despreciable. Con el territorio pasa lo mismo. Un brezal áspero y agreste puede deparar enormes emociones estéticas, con sus cambios de texturas y matices de color según se pone el sol de la tarde, mientras que un bosque exuberante, cerrado sobre sí mismo, se puede convertir en una pesadilla y en foco de incomodidades y temores.
En muchas ocasiones, cuando hablamos de paisaje nos estamos refiriendo a lo más íntimo de la relación de un pueblo con un espacio vital, de un pueblo con su propio país. Los olivos de Jaén, trepando ordenados por las onduladas laderas, o los viñedos de la ribera del Duero, son testimonios de nuestra historia y nuestra cultura más antiguos y más significativos que una iglesia renacentista que, al fin y al cabo, es un modelo de arquitectura originado en Italia. El paisaje nos habla de una manera más profunda que el monumento ya que la manera de asentarse, cultivar, regar y cuidar la tierra, así como de transmitirla de padres a hijos, supone la acumulación de saberes, sentimientos, sufrimientos y renuncias, mientras que los frutos y productos que extraen del suelo han determinado su dieta y, como consecuencia, han conformado su carácter y fisonomía. Toda la historia de un país está grabada en su paisaje por medio de las formas de ocupación del territorio, la división de las parcelas, la construcción de los bancales, los tipos de cultivo, la estructura de las acequias y la red de caminos.
Lo que ven nuestros ojos cuando salimos al campo suele ser percibido con una mirada distraída, con la mirada moderna del urbanita que añora un supuesto paraíso perdido y se conforta con constatar la diferencia con la sordidez de los escenarios de su vida cotidiana, pero para disfrutar del paisaje es necesario, como para disfrutar intensamente de la música, tener una idea de cómo es la partitura y cómo se ha construido cada frase, es decir, es necesario distinguir cada elemento del territorio y apreciar qué sentido tiene en el conjunto, en qué radica su coherencia y armonía, cuáles son sus cualidades estéticas, para comprender qué posee el paisaje de sublime, de maravilloso o de pintoresco.
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